
Un tipo serio no narra la historia de un hombre al que le suceden cosas extraordinarias; se centra, por el contrario, en las errantes aventuras de un caballero que ha mimado lo rutinario y que ahora se sabe sin patrones a los que aferrarse. Lawrence Nidus es un tipo gris que no ha sido capaz de vaticinar el declive de todo lo que le rodea y ahora paga las consecuencias. Dicho señor, falso cultivador del orden que enseña en sus clases de matemáticas, se ve sobrepasado: las aventuras vienen a él sin esfuerzo, pero él anhela la no aventura, la inactividad, lo de siempre y como siempre. Es un personaje que no puede presumir de nada ni ser paradigma de virtudes reseñables. Es un timador, su principal verdugo y más sufrida víctima. Con él, los Coen asumen que la rutina es anticinematográfica, o tal vez no: la posibilidad de mostrar la estupidez de lo que se hace por costumbre e inercia. Y para ello, los autores vuelven a los años 60, la misma época a la que recurrió Sam Mendes en Revolutionary Road. Ambas películas son, cada una a su manera, formas de hablar del ahora a partir de un pasado no tan lejano. Las formas retro de Un tipo serio, como ocurría en Revolutionary Road, devienen la esencia del conjunto: películas de espíritu vanguardista y, a la vez, una solemnidad clásica poco común. Porque el tiempo es muy importante en Un tipo serio: el hijo de Lawrence representa la generación sin motivaciones que vendrá; y su tío, el infeliz del pasado que sigue dando tumbos, aunque, como confiesa Lawrence, sea muy buena persona. ¿Acaso el tipo serio protagonista no es una buena persona, como ese norteamericano prototípico que los Coen espían en cada una de sus obras?

El azar pasa factura a este palurdo de nivel, uno de los más destacados de la década. Asexuado, siempre humillado, nada concreto, nadie en definitiva. El devenir de este adorable cartoon, muy bien interpretado por Michael Stuhlbarg, también demuestra la lucidez creadora de los Coen: las pesadillas que azotan al protagonista, las pequeñas subtramas que redondean este collage bizarro (véase la historia del dentista y las letras hebreas, una excelente pieza que ya querrían para sí muchos cortometrajistas). Al final, todo es tan banal y breve como el prólogo inicial; también complejo e inspirador. Sospecho que Un tipo de serio, nunca previsible, llegará más alto, tal vez a la categoría de obra maestra, en futuros visionados. El final resta abierto: un tornado se avecina y una llamada del médico enciende las alarmas de nuestro hipocondríaco. Pobre diablo: cuando su existencia parecía negra, nos percatamos que todo puede volverse aún más oscuro y que los Coen, aquí geniales, podrían armar sin pausas horas y horas de buen cine. Nunca lo sabremos: lo sobrenatural, lo cercano, lo onírico y lo inaudito se mezclan en una película difícil de describir. Quédense con una idea: es la gran sorpresa cinematográfica del 2010. Imprescindible.